Cuando hablamos con nuestros niños no podemos perder de vista que ellos perciben tanto las palabras como nuestros gestos, posturas y actos. No sólo las palabras que emitimos les impactan, sino también el lenguaje no verbal que utilizamos para transmitir esas palabras. En la actualidad, entre los temas más tratados podemos encontrar el de la agresividad, el cual es enfocado en su mayoría a través del abuso físico que se comete disciplinando a través de las famosas “pelas”.


Estudios recientes demuestran que existe otro tipo de abuso que no se produce por los golpes físicos sino por nuestras palabras. Lo que decimos afecta a nuestros niños de la misma manera que el maltrato físico. Las heridas y las consecuencias psicológicas que en ellos genera traen secuelas, en ocasiones, irreparables. Muchos padres tienden a decir que su forma de comunicarse es a través de los gritos y de los insultos, que a ellos lo criaron de esa forma y no van a cambiar. Lo que no son capaces de evaluar es que esa manera de comunicación que utilizaron con ellos y moldearon su forma de ser es la misma que ellos, hoy, utilizan con sus hijos y que, del mismo modo que hoy son personas agresivas verbalmente, están formando personas iguales que ellos.

Los individuos que no son capaces de controlar su enojo son personas con actitudes hostiles. Se entiende que la ira es una emoción innata, que poseemos para poder actuar en momentos de peligro. Por esta razón, la ira es necesaria para poder defendernos de aquello que nos puede causar algún daño. Sin embargo, cuando las reacciones o las expresiones de esta emoción sobrepasan unos límites tendemos a actuar a través de la agresividad. En algunas ocasiones las conductas que emiten nuestros pequeños nos molestan porque no van acorde con  las normas o las reglas que hemos establecido en nuestros hogares por lo que nos enojamos. En estas situaciones podemos sentirnos disgustados de forma justificada y, por tal motivo, tenemos derecho a expresar el malestar de una manera socialmente aceptada.

Las manifestaciones de la agresividad no son positivas ya que nos llevan a actuar de manera impulsiva y, en ocasiones, con violencia. Debemos ser capaces de identificar cuándo no poseemos las estrategias necesarias para controlar nuestra ira, y pedir ayuda o alejarnos de la situación que nos causa esos sentimientos.

Las consecuencias de un inadecuado manejo de nuestro enojo pueden repercutir no sólo en la comunicación con nuestros hijos sino también en las relaciones con nuestra pareja, familiares, amigos y compañeros de trabajo. De manera particular, la agresividad es rechazada por los niños, aumenta su nivel de frustración y baja autoestima.

Entre las estrategias que los padres podemos utilizar para controlar esta situación, se encuentra el tomar un tiempo fuera para reducir nuestro enojo y evaluar si su intensidad va acorde con las reacciones que emitimos. Debemos, también, utilizar estrategias adecuadas para canalizar esa ira como podrían ser la realización de los ejercicios físicos, y el uso de técnicas de relajación, entre otros. Es preciso tener en cuenta que al criticar o llamarle la atención a cualquier persona sobre una conducta que consideramos errada, debemos referirnos sólo a la conducta y no a través de acusaciones utilizando las palabras “siempre” o “nunca” (Ej.: “Tú nunca te portas bien”, “siempre haces lo mismo…”).  Esto resulta importante porque, de esta manera, acentuamos el comportamiento que queremos modificar y nuestros niños reconocen el error que han cometido.

La mejora de nuestra comunicación puede ser aprendida y modificada a través de la terapia de control de ira y el manejo asertivo, que psicólogos especializados pueden impartir ayudando a la persona a tomar distancia de las situaciones, a entender que los ataques no son siempre dirigidos de manera personal hacia ellos y a expresar de manera adecuada sus sentimientos, pensamientos y valores. Esta terapia ayuda, de igual modo, a mejorar las relaciones interpersonales con nuestros familiares y personas cercanas, las cuales se ven afectadas por el temperamento de la persona hostil.

Fuente: Creciendo en Familia