Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, la Excelencia, en su primera acepción es “Superior calidad o bondad que hace digno de singular aprecio y estimación algo.”
La excelencia, en el ámbito de la gestión de la calidad, se define como “el conjunto de prácticas sobresalientes en la gestión de una organización y el logro de resultados basados en conceptos fundamentales que incluyen: la orientación hacia los resultados, orientación al cliente, liderazgo y perseverancia, procesos y hechos, implicación de las personas, mejora continua e innovación, alianzas mutuamente beneficiosas y responsabilidad social.” (fuente, EuskoSare).

 


¿Qué apreciamos y preferimos cuando elegimos la excelencia como valor personal?
Las cosas bien hechas. Nuestro trabajo totalmente terminado, y con una calidad excepcional. Preferimos eso a dejar las cosas a medias, “a pasar” o “para ir tirando”.

¿Qué actitudes y comportamientos trae consigo la opción por la excelencia?
Dedicar el tiempo necesario a cada tarea, organizándonos para evitar atracones de última hora y el tener que trabajar con prisa.

Estar orientados al cliente, en el sentido de tener presente sus requisitos y su punto de vista cuando  preparamos y revisamos nuestro trabajo, y buscar y respetar su opinión después de haberlo entregado. Hablo aquí de cliente en un sentido amplio: aquel que recibe nuestro trabajo, ya sea interno o externo a la organización.

Revisar: una vez acabado nuestro trabajo, con toda atención y cuidado volver a verlo para, si cabe, mejorarlo, pero sin caer en una obsesión paralizadora por la perfección.

Mejora continua. Ver en cada error una oportunidad de aprender, oír los juicios de nuestros clientes sobre lo que hacemos, pedirles consejos para mejorar y aplicarlos.