Todos hemos experimentado el alivio que se siente cuando alguien en una situación difícil, dolorosa o compleja, nos tiende una mano solidaria, sin tener la obligación de hacerlo. Las personas que se acercan en ese momento, independientemente de que puedan ayudarnos objetivamente, quedan registradas en nuestra memoria emocional como personas significativas y sentimos que tenemos con ellos una deuda de gratitud. Ciertamente, el mundo sería más grato de vivir y esencialmente más justo si hubiera más personas solidarias. Y es que ser solidario es opuesto a ser egoísta. Es ser capaz de pensar en los derechos del otro y no sólo en los propios.


Para lograr este objetivo, que no es fácil, el niño o la niña tiene que haber vivido en un contexto familiar y escolar en el que haya espacio para pensar en los otros.

La solidaridad favorece la creación de vínculos de confianza. Hay que enseñar a los niños a que ser solidarios implica ayudar a otro sin tener la obligación de hacerlo. Es un gesto gratuito, no hay un pago por ser solidario, simplemente la satisfacción interna de hacerlo. Es posible que alguien agradezca y es bueno ser agradecido, pero no se es solidario para esperar gratitud.

La solidaridad, como el amor, es discreta, no se viste de superioridad. Todos podemos ser solidarios en algunos momentos y todos en alguna situación vamos a necesitar la solidaridad de los otros; y debemos estar abiertos a recibirla y no rechazarla en señal de un orgullo enfermizo. La solidaridad es un aprendizaje de dar y recibir que enriquecerá la capacidad de convivir.