Una de las funciones de la educación es enseñarnos a ver la realidad, a nombrarla con palabras verdaderas y a usar la libertad para hacer elecciones que nos permitan vivir de la mejor manera posible. Los valores orientan nuestras acciones, forman las actitudes, moldean los sentimientos para ir determinando lo que somos, cómo vivimos, cómo tratamos a las demás personas, cómo permitimos que nos traten.


Libertad y responsabilidad son inseparables. Educar para la libertad exige poner dos tipos de límites que son esenciales para la vida social: considerar las necesidades de los demás y aplazar o postergar algunas veces la satisfacción inmediata de nuestros propios deseos, para cumplir objetivos más valiosos o trascendentes a largo plazo. La educación se inicia desde que el niño es apenas un bebé, cuando le enseñamos el significado de dos palabras esenciales, los monosílabos: sí y no. Más adelante, los padres irán introduciendo al niño normas aparentemente sencillas, tales como saludar, despedirse, decir por favor y gracias, que aunque son fórmulas de cortesía, llevan implícita la conciencia de los demás.

Al principio el niño imita el comportamiento de quienes lo rodean, después acepta la autoridad y disciplina que le es impuesta desde fuera. Si antes su conducta estuvo regulada externamente a través de la imitación, del ejemplo de sus mayores, las costumbres de su grupo y las órdenes de quienes tenían autoridad sobre él, ahora emprenderá la tarea de regular su propia conducta, haciendo elecciones realmente libres, orientadas al bien personal y al mismo tiempo al bien común; decisiones en fin, que le permitan sentir respeto por sí mismo. Para llegar a esto la persona tendrá que aprender a buscar la coherencia entre sus actitudes, conductas y valores. Esto irá desarrollando su carácter y personalidad, y la llevará a hacerse responsable de su libertad. Enfrentarse a sí mismo en verdad, sin trampas ni falsas coartadas que descarguen en otros la responsabilidad de sus propios actos.

Determinar los valores familiares requiere un proceso de comunicación a través del cual cada padre clarifica lo que para él es importante. En esa reflexión individual o en pareja, irán tomando decisiones conscientes sobre lo que quieren enseñar a sus hijos. Pero este proceso no se puede quedar en un plano de discusión conceptual y abstracta. Sólo cuando lo traducimos a conductas, comportamientos y actitudes concretas, sabemos si realmente compartimos valores. La coherencia entre palabras y actos es un factor clave para lograr que nuestros hijos se desarrollen como personas íntegras, honestas y valiosas. Nuestra vida en familia tendría que estar siempre impregnada de verdad, amor y confianza.